“Si usas un término de manera despectiva para decir que hay algo mal en mí, yo lo usaré para destacar esa cualidad y característica con orgullo”
-Nerea Aguado, Experta en Comunicación Inclusiva.
No es sorprendente afirmar que del lenguaje han salido palabras que buscan menospreciar a ciertos sectores de la sociedad. Un hallazgo no tan reciente, pero al que le doy entidad con este ensayo, me sorprendió durante una investigación acerca de una poeta uruguaya que adoro: Idea Vilariño. ¿La palabra en concreto? Poetisa. Esta palabra, que formó parte de mi vocabulario durante años, era una burla. Fue un artículo que describía el uso sarcástico que los hombres poetas le daban al término el que me hizo atrapar el diccionario y buscar la etimología de poetisa y poeta. Me encontré con la siguiente palabra: ποιητής, cuya fonética es “poiesis”. Para Platón, la poiesis es “toda causa que haga pasar cualquier cosa del no-ser al ser”, es decir, la poiesis es producir desde la no-existencia hacia la existencia o presencia; poiesis es quien crea y dice lo creado.
En papel, en teoría, todo vocablo suele tener la cualidad de preciso, de carente de ideologías, de neutro, unidireccional; sin embargo, la realidad, que es la que moldea el habla y la lengua, no está libre de pecado, por lo que tiende a reflejar ciertos prejuicios sociales, culturales y económicos. Y eso fue lo que ocurrió con la palabra sobre la que estoy sentada escribiendo. La palabra “poetisa” comenzó a utilizarse por allá en el 1737, cuando se incorporó al diccionario español, con cierto desdén, una connotación peyorativa, burlesca, que buscaba menoscabar y crear una minusvalía en la creatividad de las mujeres.
La deploración que conlleva no termina ahí: las poetisas fueron identificadas en aquel entonces como señoritas “repipi” que buscaban el don de la palabra para tan solo llenar los espacios vacíos de sus días, componiendo rimas cargadas de cursilería sentimental. ¿La parte más curiosa e increíble de todo esto? Era lo mismo que los hombres llevaban a cabo en sus escritos. De ellos, por supuesto, nadie se reía. Sería una locura hacerlo. Por ello jamás se los diferenció ni se los estigmatizó, al contrario: fueron respetados. ¿Por qué fueron respetados? Por tomar la particularidad de sus sentimientos, de sus ideas y pensamientos y hacerlos universales. Se ve que si las palabras no provenían de hombres blancos privilegiados económicamente, no contaban ni siquiera como particulares, mucho menos universales y humanas. Mala nuestra.
Si hace unos años buscábamos la definición en RAE -que no es el mayor de los parámetros a la hora de abordar temáticas como esta, pero sí es parámetro de los prejuicios sociales-, encontrábamos esta definición: “del lat. poetissa”.1.f. Mujer que compone obras poéticas y está dotada de las facultades necesarias para componerlas”. ¿No se nota cierta diferencia al contrastar con la siguiente definición, que dice “mujer que escribe obras poéticas”? ¿Si escribe, no se supone que está “dotada de las facultades necesarias” para hacerlo? Así que fui directa a la de poeta y sí, me sorprendí: “Persona que compone obras poéticas”. Leopoldo Alas, un jurista español, escribió en su obra Solos (1881) lo siguiente: “La poetisa fea, cuando no llega a poeta, no suele ser más que una fea que se hace el amor en verso a sí misma”. La verdad es que necesito cerrarle la puerta a esto antes de deprimirme.
Estamos en un momento de la historia que busca reivindicar esta palabra, que busca arrancarle la carga negativa que se le aplicó hasta hace varios años, cuando varias corrientes feministas reclamaron su poderío. En un principio, cuando el término comenzó a usarse, allá en la época de Enheduana, Safo y otras, no se usaba para rebajarlas, sino al contrario: se las cargaba de una connotación original y corajuda, de esa necesidad innata por buscar caminos de expresión, un camino que fue castigado por la prevalencia del pater familias, que derivó en este mundo patriarcal y lleno de testosterona con el que nos encontramos cada día al salir a la calle, ese mundo que nos golpea con la brecha salarial y nos engloba en un masculino lingüístico que odiamos -y que trata de enmascarar de neutro-, ese mundo de mierda, básicamente, que hace que el agua cotice en bolsa y se apropió de la poesía para ponerla a la merced del poder y la autoridad.
En cuanto a esa vuelta de tuerca que varias corrientes feministas quisieron darle a la palabra, podemos encontrar a varias artistas, como por ejemplo a Ana Rossetti, escritora española de teatro, poesía y narrativa, que prefiere este término antes que el de poeta. Y no es la única. Dice Pilar García en un artículo publicado en El Mundo durante 2002: “Dándole contenido y reivindicando a las buenas poetisas que ha habido y que hay, en vez de evitar una palabra como poetisa sólo porque su uso anterior la haya estigmatizado. También las palabras, sobre todo si están bien hechas y cumplen una función, tienen derecho a dignificar su contenido”.
Podría decirse que indagar de esta manera, que escarbar y rascar, no tiene sentido, que nos lo inventamos. Lo mismo ocurrió con los hombres, se lo hicieron entre ellos: los apoderados de la palabra pública, del veredicto final, comenzaron a llamar poetisos a otros hombres, de quienes también se burlaban. Dignificar lo estigmatizado, apoderarnos de una palabra que jamás estuvo atribuida a otro género, que es nuestra, que ya dejó de ridiculizarnos porque demostramos el macabro juego que este sistema propone, porque nos hicimos un lugar, lo reivindicamos y lo sazonamos a nuestro placer, el placer de lo ancestral, es solo una manera de seguir haciendo hincapié en una necesidad urgente: el mundo tiene que cambiar. No lo hará pidiendo “por favor” y llevará tiempo, pero un primer paso es ese: resignificar los insultos, reírnos en la cara de esa intención dañina, no dejar que nos afecte como se busca. No olvidemos que el Imperio Napoleónico se terminó por el frío de un país, por su inhospitalidad, su falta de pasto y de alimento para quien se atreviera a desafiarlo; el frío ruso liquidó uno por uno a los caballos de los franceses y sus cosacos dieron fin a los soldados, obligándolos a retirarse de Moscú hasta derrumbar a manotazos su tan preciado París y dejando por el camino los cadáveres de 350.000 invasores.
Sin embargo, saber que este machismo no solo ocurre en el mundo de las letras es necesario y por eso voy a hacer uso de dos ejemplos hegemónicos, dos ejemplos hollywoodenses que protestan por el mismo motivo, dos artistas que parecen tenerlo todo, que cumplen con cada uno de los requisitos. Dos mujeres que son altas, delgadas, rubias, de ojos azules, blancas y aptas para todo público: Taylor Swift y Cate Blanchett. Elijo a estas dos mujeres porque son personas que, más allá de lo que hayan querido hacer ver desde los medios de comunicación, tienen la madera suficiente como para hablar desde un lugar privilegiado, situación de la cual muchas personas gozan y pocas usan para el bien común, para equilibrar la balanza, crear armonía, paz y justicia en el mundo. Grandes palabras, sí, pero precisas y poderosas.
Comienzo con Taylor Swift, de quien me declaro seguidora: en numerosas entrevistas esta cantante, compositora y productora nacida en Pensilvania, destacó cómo el vocabulario cambia en la industria musical dependiendo del género del artista. Hay dos ocasiones que me gustaría citar: “Vas a tener gente que va a entender la profundidad de la escritura y otra que va a decir que solo escribís canciones sobre tus ex. Francamente creo que ese es un ángulo muy sexista desde el cual posicionarse, nadie dice eso de Ed Sheeran o Bruno Mars. Ellos escriben canciones sobre sus ex, sus novias actuales, su vida amorosa y nadie les levanta una bandera roja”. El dilema de la poetisa aparece nuevamente en nuestro siglo y muestra que el menosprecio sigue vigente y su única diferencia es la marcada desde un principio: el género.
En otro momento, Swift dice: “Hay un vocabulario diferente para los hombres y las mujeres en la industria musical. Ejemplifico: Un hombre hace algo y es estratégico; una mujer hace lo mismo y es calculador. Un hombre está autorizado a reaccionar, una mujer solo puede sobrerreaccionar”. Estas declaraciones durante una entrevista, me hicieron entender lo siguiente: si todo esto lo sufre Taylor Swift, que tiene un patrimonio de US$400.000.000, casi la mitad de seguidores en Instagram y cumple con todos los requisitos físicos hegemónicos, ¿qué nos queda a les que vivimos en un país cuya Justicia -y qué horror darle esa mayúscula, no la merece en absoluto- ignora constantemente los casos de femicidios y el resto de innumerables abusos a mujeres y disidencias?
Otro de los ejemplos que viene a mi mente son de una entrevista de Madonna en la cual criticaba cuánto la bombardearon por mostrarse tal como era, por ser sexual, sugerente y provocativa no solo desde lo físico, sino también desde lo temático de sus canciones y videos, mientras Prince corría en tacos y lleno de glitter por el escenario y todes lo adoraban. Estoy segura de que hay cientos de ejemplos idénticos a este, pero sigo.
Ahora, Cate Blanchett: dos Premios Óscar, tres Globos de Oro, tres Premios BAFTA y tres Premios del Sindicato de Actores. Es una de las pocas artistas del mundo del cine que ha recibido los premios más prestigiosos de este ámbito y, aun así, usó su lugar de privilegio para criticar la palabra “actress”, “actriz” en castellano. Durante el Festival de Venecia de 2020, la intérprete atajó la polémica: “Pertenezco a la generación en la que la palabra actriz se usaba casi siempre de forma peyorativa. Por tanto, reclamo el otro espacio”. Desde su posición como jurado y para demostrar que sus palabras tenían pilares fuertes, preguntó a los periodistas del país europeo acerca de la existencia de un sustantivo femenino para la palabra “maestro”. ¿La respuesta? No, por supuesto que no. Otra actriz que remarca esto es Zoë Wannamaker, cuando en 2005 explicó el estigma de esta palabra durante una entrevista con la BBC: “En especial en este país, en Gran Bretaña, el término actriz parecía tener la connotación de ser una prostituta”.
A simple vista, parece que las palabras no pueden cambiar el mundo. Nos olvidamos que están cargadas de significados que pueden ser dañinos o dignificantes. Entender ese abismo hace toda la diferencia. Y cómo esto se da en todas las palabras, también se da en la poesía, ese lugar que habita cada recoveco, que nos recuerda la necesidad de destruir para volver a construir y apropiarnos de lo que una vez fue considerado un insulto. Es obligatorio reivindicar lo que una vez nos condenó, nos hizo burla y nos dejó como un cero a la izquierda a la hora de hablar de cultura y arte. En fin, básicamente, creo y reafirmo mi postura, reafirmo la necesidad de hacerle un gran fuck you colectivo a todas aquellas personas que siguen menospreciando el rol de la mujer en la escritura y en el arte en general, que no son pocas. El rechazo es bueno, sí. El rechazo significa que algo está resquebrajándose, algo que es antiguo y vetusto, significa que fueron tan amables que nos dieron las herramientas que nos ayudarían a reconocernos les unes a les otres. Con ello, con esta palabra, existe la oportunidad de construir una identidad colectiva que tiene la capacidad de ir mellando las brechas y nos unirá, una identidad que ya no verá muertes ni burlas innecesarias, que se alimentará recíprocamente, que fluirá e irá necesitando usar cada vez menos el camino de la sangre, el camino del poder y la autoridad indiscutibles.
Por: Claire Chanvillard
Arte: Van Arce
LA CANCIÓN DE LAS LOMBRICES, de Margaret Atwood
Pasamos demasiado tiempo bajo la tierra,
ya hicimos el trabajo,
somos montones y una,
recordamos el tiempo en que éramos humanas
Vivimos entre raíces y piedras,
cantamos sin que nadie nos escuche,
solo salimos a la superficie
de noche para amar
y eso indigna a las suelas de las botas,
la estricta religión del cuero.
Ya conocemos el aspecto de las botas
miradas desde abajo,
ya conocemos su filosofía,
la metafísica de la patada y el escalón.
Nos dan miedo las botas,
pero desprecio el pie que las precisa.
Muy pronto invadiremos todo
como yuyos, pero despacio;
se van a rebelar las plantas prisioneras
con nosotras, las cercas caerán,
los muros de ladrillo temblarán derrumbados,
y ya no habrá más botas.
Mientras, comemos polvo
y dormimos; estamos a la espera
bajo tus pies.
Cuando digamos “Al ataque”
no vas a escuchar nada
en un principio.
(Trad. Eleonora González Capria)