Por José Ignacio Scasserra
Britney Spears no necesita presentación. Las imágenes de su éxito en la industria de la música, de su recaída en la que agredió a un grupo de paparazzi usando un paraguas, y de su resurgimiento posterior pueblan redes sociales y el imaginario colectivo de quienes crecimos con su música. En las últimas semanas, a las escenas que construyen a la princesa del pop, se le ha sumado la voz de la propia artista, alzándose en un reclamo claro: la recuperación de su autonomía plena, perdida después de los acontecimientos que resultaron en una tutela legal que entró en vigor en el año 2008.
Esta tutela fue revelándose, poco a poco, como una maquinaria siniestra de control y explotación de la familia y la industria discográfica sobre el cuerpo de Britney. En los últimos años el conflicto ha escalado, decantando en las declaraciones de la artista el pasado 23 de junio. Allí, su pedido es claro: recuperar su autonomía, el pleno ejercicio de sus derechos, disponer de su patrimonio y finanzas a su antojo, por considerarse autosuficiente y capaz de gobernarse a ella misma.
Hay, quizás, algo muy camp en todo ese itinerario de fama y fortuna interrumpida por lo que la prensa interpretó como un “brote psiquiátrico”. También en agregar al mix una reivindicación política en defensa de una mujer explotada por su propia familia. A eso se debe que la serie de elementos que componen el “fenómeno Britney” llega a buen puerto en una generación que siente fascinación y amor por el glamour y el fracaso. ¿Por qué, quienes crecimos con su música, no podemos sino hacernos eco de su reclamo? Aclaro desde vamos que no me interesa analizar si las denuncias de Britney son o no verdad, o si ella es una “buena” o “mala” víctima por ser millonaria. Por el contrario, me gustaría referir al “fenómeno Britney”, que la excede a ella en tanto individuo. De esta manera, me propongo reflexionar cómo, a través de su boca, ha hablado toda una generación
Stronger than yesterday
El éxito llegó temprano. Britney fue una niña estrella cantando en escenarios locales y haciendo su primera aparición en televisión a los diez años. Con tan sólo dieciséis, la artista firmó con el sello discográfico Jive Records. Su primer sencillo, Baby one more time fue el éxito número uno en más de veinte países. Desde ahí, su carrera sólo pudo crecer. Britney construyó un billon dólar empire que ha hecho bailar, cantar y encontrarse a toda una generación. El éxito encontró su primer gran tropiezo en el “brote” registrado en 2007.
La imagen de la artista rapándose, y luego agrediendo a un grupo de paparazzi con un paraguas, no hizo más que aumentar su fama en los sectores que supieron leer el gesto camp que la atravesaba. Dicho velozmente, si Britney ya era un ícono marica, la recaída la consagró como la mostra que queremos que integre nuestra cultura disidente. Su posterior resurgimiento stronger than yesterday, como ya había profetizado, consolidó su lugar en el argot.
Ahora bien, a partir de esta recaída, Britney quedó bajo tutela de su padre, Jamie Spears, quien desde entonces maneja su agenda y sus finanzas. La situación, que en primera instancia parecía un arreglo privado de una familia que buscaba cuidar a la artista, empezó a ser leída con un halo de sospecha, especialmente a partir de 2018. Poco a poco, fue instalándose la idea de que Britney está siendo utilizada, manipulada, y oprimida por toda una estructura de producción que la fuerza a poner su imagen, voz y cuerpo para producir los millones de los que ella no puede disponer, en la que su padre juega un papel fundamental. El detalle fundamental: todo esto sucede por haber sido declarada incapaz por una pericia psiquiátrica.
They say I´m crazy!
De esta forma, a partir del año 2018, el hashtag #freeBritney aglutina a quienes entienden que la cantante está siendo esclavizada por una maquinaria infernal donde familia e industria se articulan bajo un mandato: la ganancia. El fenómeno, que pisa fuerte en redes sociales, se tradujo en manifestaciones presenciales en las ocasiones en que la artista tuvo que presentar declaraciones sobre el tema. Entendiendo la complejidad y crueldad que atraviesan las relaciones de producción en nuestra actualidad, #freeBritney busca poner sobre la mesa el modo en que la industria discográfica ha logrado adueñarse de la vida de la artista.
Ahora bien, como el de su generación, el discurso de Britney no ha sido homogéneo, y ha anunciado en una ocasión que se encuentra bien, que no hay nada de irregular en la tutela que controla su vida desde hace trece años. Sin embargo, el movimiento se permitió dudar, entendiendo las declaraciones como parte de la maquinaria sobre los hombros de la artista. Sus declaraciones por teléfono el pasado 23 de junio confirman esta sospecha y dejan en clara su postura actual: se encuentra acorralada, es forzada a trabajar sin parar, se le indica milimétricamente lo que debe hacer, y sólo desea que se termine la tutela.
Lo que me interesa destacar es que, si bien la artista no lo mencionó de esta forma, su pedido puede ponerse en serie con los reclamos por la despatologización en salud mental. They say I´m crazy…! Ya se quejaba la artista en su hit My prerrogative. En efecto, Britney afirma poder hacer uso de todas sus facultades, valerse por sí misma, y considera injusto vivir con un ejército de asistentes que le dicen permanentemente lo que tiene que hacer. El lugar de su padre en este marco es especial: Britney lo ilustra como un opresor, un chupasangre que vive a costa de su trabajo, cobrando los beneficios de su éxito y ajustando el nudo con el que tiene, desde el 2008, coartada la libertad de su hija. Mención aparte requiere la denuncia de que fue obligada a ponerse un DIU para impedir que quede embarazada, y no tener que afrontar las pérdidas que esto podría implicar para la maquinaria siniestra que la tiene capturada.
De esta manera, en boca de Britney se conjugan discursos que resuenan con toda una generación: la despatologización, el cuidado de la salud mental, el reclamo por terminar con la violencia de género, la denuncia a cualquier tipo de imposición sobre el propio cuerpo. Estos ingredientes, que han configurado lo decible y lo enunciable por quienes crecimos bailando al ritmo de Oops… I did it again regresa ahora en boca de la estrella, pero en un nuevo lenguaje que conocemos muy bien: el de la politización del propio malestar para construir un reclamo.
Para que la loneliness no te kill no more.
Dispuestas las cosas de este modo, para nuestra generación, las cosas se ordenan de manera sencilla. Repito: con esto no estoy diciendo que Britney en tanto individuo levante una bandera política, sino que el “fenómeno Britney” conjuga los elementos de manera suficiente para que algo como el #freeBritney sea posible, y pueda instalar en la agenda pública debates en torno a la salud mental, o la violencia de género. Nuevamente, la artista es un punto de encuentro para toda una generación. A eso me gustaría referir para concluir.
Por doquier se nos llama “generación de cristal” por no estar dispuestos a asumir las violencias simbólicas y materiales que el mundo nos propone. Reclamamos Educación Sexual Integral para que las generaciones futuras no tengan que sufrir lo que sufrimos nosotrxs. No estamos dispuestos a dejar que un diagnóstico psicológico nos determine; hablamos de diversidad corporal, funcional, sexual, vincular, o afectiva, para desmarcarnos de los modelos de lo normal y lo patológico que constituyeron el mundo. Alzamos nuestras militancias en contra del racismo, el machismo, la transfobia, la homofobia, la xenofobia, y construimos nuestras banderas (no exentas de problemas, puntos ciegos, contradicciones y fallas) para soñar un mundo donde las violencias que nos moldearon no se repitan. Mientras tanto, la precariedad creciente marca nuestros límites: como “generación de cristal”, somos eternamente inquilinos, vemos nuestros ingresos devaluarse permanentemente, no accedemos a la tierra, a los medios de producción, ni a la redistribución de la riqueza. Pero tampoco nos callamos.
El grito “free Britney”, que localmente encuentra su rostro más acabado en el fenómeno de redes sociales @labritneydecadadía, puede ser leído como un gesto generacional de una época que renuncia a repetir los moldes de lo normal y lo patológico. Que considera que incapacitar a una persona por su salud mental es algo ilegítimo, y violento. Que puede leer allí los mecanismos extractivistas con los que la maquinaria del capital busca abusar del trabajo de Britney. De este modo, el padre de Britney se vuelve, en el imaginario colectivo, el patrón autoritario, el padre homofóbico, el novio golpeador, la precarización laboral. Todo con lo cual decimos combatir a diario.
“Para que la loneliness no te kill no more” pregonaba en redes sociales @labritneydecadadía. Nos invitaba de esta manera a producir un encuentro donde ciertas bases generacionales se fortalecieran. Su proyecto solidario, @elfrentebritnificante, usa la figura de la princesa del pop como aglutinante para recaudar fondos para causas solidarias, y promueve espacios de debate y discusión cultural en filosofía, activismos, actualidad y medicina. De esta manera, el grito por la despatologización que Britney dio en el corazón del capitalismo occidental el pasado junio, encuentra resonancias generacionales diseminadas a lo largo del tejido social.
Por todo ello, creo que hay algo de interés reflexivo en todo este torbellino de voces e imágenes mediáticas. Nuevamente, Britney resuena con su época. Es hija de su tiempo, y a su vez formula acabadamente lo que habla nuestra actualidad. Por eso toda una generación, a lo largo del globo, hemos encontrado un lugar de encuentro en su figura. El “fenómeno Britney” es, en definitiva, una trinchera de batalla en la que aglutinar nuestros saberes y existencias. Resta por verse si podemos hacer de ello una bandera lo suficientemente politizada como para alzar nuestras voces y cambiar nuestras realidades.
Arte: Van Arce