Bicho taladro

“Algún indicio de la mujer que fui todavía queda. En unas horas podría desaparecer. Tengo un sentimiento metálico”, la novela abre partiendo de un lugar incómodo, ajeno a nosotres mismes, frío, denota el espacio y tiempo de un cuerpo que podría no estar, que podría irse con la fugacidad de las cosas, un cuerpo que habita lo cotidiano, “En instagram aparecen fotos que no me interesan”. 

Habitar lo cotidiano es transitar, también, el dolor, hacerse cargo de ciertas demandas sociales, familiares, dice la narradora: “voy dejando las tripas a la intemperie”. Bicho taladro de María Insúa, editado por Paisanita Editora, es una novela que pone incómode al lectorx, exclama la necesidad de hacer algo frente a lo quieto y lo que no vemos: la muerte inminente, un bicho que te come por dentro, narra el fin y se mete con lo que hay en el medio, con ese transitar que tantos esquivan.

“Tiro para atrás el asiento de acompañante hasta lo que da. La ayudo a levantarse de la silla con que la llevé hasta el auto. Le acomodo primero la espalda y la cabeza, después las piernas. Listo”. ¿Qué significa para un cuerpo maternar a tu madre? ¿Cuidarla cuando lo que se acerca es la muerte? ¿Cómo se vive el fin de una vida? Nuevamente, las respuestas están en el relato, en lo que todavía vive, en lo que se observa de otras maternidades, el fin de la maternidad lleva a la narradora a repensar su lugar de hija: “Se danza en el líquido amniótico con la guía del único ritmo posible, los latidos del corazón. El movimiento verdadero; después vendrá el falso cuando damos nuestro primer paso erguidas, tropezamos, titubeamos, perdemos la comunicación perfecta del momento”, volver a ese espacio que no recordamos pero se vuelve vital porque en algún momento existió, ser una con otro ser.

Cuando la muerte es inminente aparece y ocupa otros espacios, el jacarandá que marca la vida de la narradora porque es su padre quien lo trajo, el jacarandá también enfermo por el “taladro” que es “un bicho que se come el árbol. No se ve porque está adentro del tronco, de ahí pasa a las ramas, lo seca y después el árbol cae”. La analogía realizada entre el árbol y la madre se vuelve la significación que le damos a un objeto o a alguien, la posibilidad de ocupar un espacio dentro de une, la caída de ambos y su muerte como un destino inevitable, ¿qué se hace con el recuerdo que queda de lo ya no está? “Mis hermanas buscan en google lugares de rehabilitación para cuando salga. Me digo que está bien para mantener la ilusión, es válido en un mundo que instaló la muerte de la muerte (…) En una habitación común te haría compañía. No sé si charlaríamos, ¿para qué?, ya nos dijimos lo que pudimos. Pero, sí, podría darte agua y leerte poesías”.

María Insúa no solo aborda la incomodidad de la muerte materna, ese lugar que en algún momento la mayoría habitamos, sino que se instala en otras temáticas también incómodas y contemporáneas. El personaje que debe adaptarse al mundo de la institución clínica, “mamá es un cuerpo más que ellos manipulan”, ese espacio que por momentos se vuelve frío, inalterable, en donde hay tanta muerte y tanta vida que el equilibrio te aplasta, en donde como en todos los espacios suceden injusticias, habla del aborto y expresa: “El nuevo directorio hacía más de dos años encontraba excusas para no aplicar el protocolo de aborto no punible. Con algunas compañeras lo seguimos de cerca. Preguntábamos. Cuestionábamos. Pero hubo arreglos. Les ofrecieron traslados, a veces hasta con ascensos. Quedé sola (…) Dispusieron una licencia psiquiátrica de un año para mí”, entonces la novela, se pregunta de forma constante, ¿qué se hace frente a un sistema que no quiere cambiar? Un sistema que se mueve en la injusticia y a quien denuncia lo aparta, la construcción de agencia se vuelve esencial y el personaje lo sabe, exclama, se desborda.

La maternidad y la paternidad como aquello dado y también con fecha de caducidad, la relación de estas personas, la posibilidad de que se separen, la percepción como hijes que tenemos, la adultez y nuevamente el hacerse cargo: “Le dejaba el teléfono para llamar a la kiosquera, la plata para pagarle, el agua para calmar el fuego de una noche de vino. Preferí quedarme con lo mejor de su historia. Le dejo su dignidad y no pierdo la mía. Cada día más viejo, más lejos del tiempo en que podía (…) Pienso que por ahí no le contó las mismas historias que a mamá”.

La muerte de les xadres y tomar el lugar de ser quien se hace cargo, saber lo que nos queda de elles, ¿qué se hace cuando no se sabe? ¿Qué nos queda de ese alguien que una vez nos tuvo adentro? “De papá me quedaron el jacarandá, el cigarrillo y las historias. De mamá todavía no sé”, ¿es necesario que nos quede algo? ¿Por qué en la muerte vemos la falta? “Mañana me toca inyectar el tronco del jacarandá para que no lo devore el bicho taladro. Cuando te regalan un árbol o un animal también te encargan una vida. Una elige”. ¿Nos queda lo que fueron? Una madre que supo ser mar y un padre que supo ser río, la construcción de lo familiar y el desarme de eso mismo.

“Las raíces salieron intactas”, la muerte como un espacio que debemos habitar.

Por: Florencia C. Barba Lijerón.

Arte: Matilde Néspolo.