ÉTICA AFECTIVA Y FEMINIDADES ¿SOLAS?

Responsabilidad afectiva: ¿Ética o moral?

El debate sobre el concepto de responsabilidad afectiva explotó hace más de dos años, cuando la última ola del feminismo en la Argentina vino a replantear de raíz los modos de vincularnos sexoafectivamente. Desde las redes sociales surgieron discusiones, consejos, afirmaciones que iban y venían sobre el tema. Y algo se ponía en tensión: la cuestión de que hay otras maneras de vincularse que venía a desterrar la idea del amor y el deseo como experiencias estructurales, inconmovibles, ahistóricas.

Pero este debate, ¿es ético o moral? Con esta distinción apunto a separar lo que se concibe como lo “correcto” o “incorrecto” de cómo debería ser un vínculo humano, de lo que unx considera desde una posición vital y política, más potente para una comunidad. Entonces no se trata de buenos o malos, sino de cuestionar las diferentes maneras de vincularnos, incluso aquellas que no son socialmente aceptadas.

Una de las versiones de la historia del término ubica su surgimiento en los movimientos poliamorosos de la década de los años 80 en Estados Unidos, que tenían un sesgo más individualista y se basaban en la psicología del bienestar; todavía no era pensado en términos políticos. El tema no era novedoso: ya se venía discutiendo y escribiendo desde la tradiciones anarquistas y feministas del siglo XIX, quienes repensaron la monogamia y la familia burguesa heteronormada.

Si unx va a las definiciones más actuales y cercanas, la responsabilidad afectiva es un concepto que trata del compromiso de cuidado, escucha, consenso y diálogo sobre los sentimientos y emociones que se dan en un vínculo y, lo más importante, es su reciprocidad.

Lxs críticxs de este concepto afirman que “no se puede controlar lo incontrolable”, que es un concepto que viene a moralizar las relaciones. Pero las relaciones, el deseo, el amor, ¿son cosas abstractas, verdaderas, universales? ¿No pueden, por lo menos, ser repensadas? ¿Por qué así se dan los vínculos? ¿Por qué de estos modos? Sí coincido en alertar cuando se busca una pureza, un “afuera de los dispositivos”, donde no duela nada. Y mucho menos plantear un amor educativo. 

¡No hagamos moral, hagamos genealogía!

¿Qué es lo que importa de este término en función del malestar de época en las feminidades? ¿Las feminidades solas?

La responsabilidad afectiva se convirtió en caballo de batalla de una demanda política en el debate sobre los vínculos sexo-afectivos. Pero, ¿demanda política de qué? ¿Qué es lo que supone esta iniciativa de mayor cuidado? ¿Desde dónde y por qué se enuncia? Es la petición a un miramiento y empatía particulares, que supone que existen unas condiciones de desigualdad entre los géneros en el mundo de las relaciones amorosas y eróticas. 

En ¿Por qué duele el amor?, la socióloga Eva Illouz desarrolla la hipótesis de que, 

frente a la puesta en crisis de las instituciones y sentidos modernos más duros, los contratos eróticos-amorosos-heterosexuales actuales, que antes se fundaban en la conformación de la familia heteronormada, encuentran su fundamento sobre cierta idea de libertad contractual y autonomía como principio regidor. Todo ello en oposición a los sentidos de dependencia y control propios de la modernidad.

Ahora, esta autonomía en el campo erótico y amatorio no se da de la misma manera para varones, feminidades y disidencias: no son las mismas condiciones, ya que están distribuidos de modos desiguales por los roles de género. Y si no hay igualdad de condiciones, es difícil que exista libertad. La educación sentimental que establece lo que deben y tienen que hacer varones y mujeres en la heteronorma (o sea, la que produce varones y mujeres), deja en claro que el mundo no es un lugar seguro para las feminidades, y esta lección tiene una potencia disciplinadora. La soledad en términos de falta-de-un-hombre es un tema singular, más bien político.

Una feminidad “sola” que se posicione de una manera autónoma es un signo de interrogación. El mandato de consagrarse a un varón se convierte en la posibilidad de tener un territorio seguro para poder salir al mundo. Queda en el otro la promesa de una felicidad y seguridad, un aval social; la necesidad de esa mirada (digo mirada y no sujeto) que consolide, apruebe, determine algo del orden de la ternura y, principalmente, de la habilitación. Y claro, el amor quizá es eso: una posibilidad de que lo tierno y la aprobación sean constitutivos de lo subjetivo. 

Pero si a las feminidades nos educan para la dependencia y el tutelaje, ¿qué pasa cuándo en los intercambios amorosos se requiere de esa autonomía? 

El padecimiento y la culpabilización por la idea de fracaso al no poder establecerse con un varón, alianza que otorgaría reconocimiento y estabilidad, es algo que se escucha como malestar y queja en muchas mujeres cis en el mundo heterosexual. 

Entonces, la apuesta a pensar sobre una ética afectiva, no puede desentenderse de cómo amamos y nos deseamos, ni de estas condiciones históricas de enunciación: una ética y política amatoria también debe producir territorios impensados. 

Y, finalmente, ¿por qué pensar en términos de mandatos de género la salud, el sufrimiento o la vitalidad? Porque como cualquier experiencia vital, ya no la podemos concebir, teorizar ni producir como algo abstracto o universal. Una idea hegemónica y única de cómo se sufre, se vive o se ama en la vida, aunque los dinosaurios de la normalidad sigan insistiendo.

Por Sofia Guggiari

Arte Matilde Néspolo